Esta es la historia de una secoya que día tras día disfrutaba de la compañía del sol y, en especial de las estrellas, pues el sol nunca había hablado con ella. Pasaron cientos de años y la secoya era feliz cantando con las aves de día y con las estrellas de noche, respirando el aire fresco y observando la belleza del mundo desde lo más alto.
Un día, la secoya tuvo ganas de dormir y, sin pensarlo dos veces, se quedó dormida por 200 años. Cuando finalmente despertó, se encontraba en un lugar que no era el bosque, tenía el rostro hacia el piso y solo podía ver algunos pies alrededor de ella; escuchaba las voces de aquellos seres que, por el olor, supuso que estaban comiendo sobre ella.
La secoya, asustada, intentó hablar con aquellos seres, pero ellos no la escuchaban, aunque gritaba cada vez con más fuerza que aquel no era su lugar. Buscaba las estrellas, pero no las veía. Buscaba a las aves, pero no las oía. Vomitaba el aire de aquel lugar y no se sentía ella misma. Así que, después de cansarse, la secoya pensó que quizá se trataba de una pesadilla, por lo que decidió dormir nuevamente, esperando volver a su lugar, aunque esta vez solo durmió 100 años.
Cuando despertó por segunda ocasión, se encontraba en un lote extenso de restos de cosas que no sabía qué eran. En medio de todo ello, se encontraban pedazos viejos y maltratados de aquel grandioso árbol. Esta vez era de noche y podía ver el cielo y cantaba para que la escucharan sus amigas las estrellas, pero esas luces que brillaban no eran ellas. La secoya se quedó toda la noche despierta tratando de entender lo que le había sucedido, recordando los días donde podía ver el mundo desde lo alto y ser feliz.
La noche terminó y poco a poco el sol fue apareciendo. Al verlo, la secoya exclamó:
—¡Oh, sol, tú que eres grande y poderoso, mira lo que me ha sucedido! De pronto, soy solo escombros, pero tú pareces el mismo, sin ningún daño. ¿Por qué, sol?
A lo que el sol, quien nunca había hablado con ella, le respondió:
—¡Oh, Secoya! Aún eres ese árbol que, aunque todo haya cambiado, eres tu propio secreto y todavía puedes cantar—, pero la secoya respondió:
—¿Qué caso tiene cantar si no hay nadie que me puede escuchar? — a lo que el sol le dijo:
—¡Oh, secoya!, no es importante que alguien lo haga. Cuando cantas, no es el mundo el que escucha, sino tu corazón.
No te aferres a lo que no volverá; disfruta este instante que también se irá. Aunque no lo creas, un día yo también lo haré.
—¿Qué pasará cuando vuelva a dormir?. —preguntó la secoya al sol, y él le contestó:
—Esta vez será mejor que las anteriores. Verás, entre menos árbol eres, más libre te vuelves. Cuando despiertes, te convertirás en el humo ligero que puede viajar con el viento y no tendrás ya nada que se pueda ir, solo la libertad de ser tú misma por siempre.
Y entonces la secoya durmió.